miércoles, marzo 30, 2011

24.03.11

 Entrevista a Javier Peteiro*. Ima Sanchís (Barcelona)

01:04:28, por jalvarez Spanish (ES)
Sentido común
Lo más estimulante para un entrevistador es encontrar gente que piense por sí misma, que cuestione, que nos regale material sobre el que pensar... Peteiro reivindica el papel de la ciencia como búsqueda de conocimiento y descree de esa moda de dar a todo acto humano una explicación hormonal. Nos recuerda la importancia de la relación médico- paciente por encima de los protocolos, y nos advierte de la tendencia a medicalizarlo todo. Le entristece el ombliguismo de muchos hospitales, esa idea de que si algo no se cura aquí, no se cura en ningún sitio: ¿Hay que relacionarse con otros hospitales del mundo¿. De todo ello ha hablado en la Biblioteca del Camp Freudià de Barcelona.
¿El cientificismo es la nueva fe atea?
Vamos hacia ahí. Todo empezó con el código genético y la transformación de la materia viva, que nos llevó a creer que una vez que tenemos un gen y sabemos lo que hace podremos corregirlo.
¿Falso?
En el ADN no hay una relación causa-efecto como se creía hace años; las partes influyen en el todo y el todo en las partes. Su complejidad es fabulosa, y mantener frente a eso un reduccionismo ingenuo es absurdo; por ejemplo, cuando nos dicen que se ha descubierto el gen de la homosexualidad.
O el gen de Dios.
Una cosa es divulgar ciencia y otra, ciencia y creencia. Decir que nos enamoramos porque la dopamina sube es una estupidez. Enamorarse es más complejo que un subidón de dopamina. Afirmarlo es una tontería con consecuencias trágicas porque se asume, por ejemplo, que la depresión es una carencia de determinados neurotransmisores cuando eso es una mera hipótesis.
Entiendo.
Entonces a la gente le recetan antidepresivos para dar y tomar, cuando su eficacia es altamente dudosa.
Tranquiliza saber que no todas nuestras decisiones las toman las hormonas.
Parece que si pudiéramos medir los niveles de dopamina, serotonina y vasopresina, podríamos saber si una persona va a tener una estabilidad de pareja determinada.
Pero hay un correlato.
Una cosa es que, a la vez que uno vive, haya cambios en los neurotransmisores y las hormonas, y otra, ver ahí la clave de todo, un reduccionismo molecular de lo propiamente humano que es ingenuo y dañino.
En EE.UU. ya se hacen entrevistas de trabajo con parámetros de este tipo.
La obsesión por medirlo todo conduce a los test psicométricos, y recientemente, al análisis de imagen cerebral. Ya ha habido casos en juicios en los que se han presentado mapas de imagen cerebral para esgrimir que la persona no ha sido responsable de sus actos o al revés. Hay una tendencia a biologizar.
Hay genes que se han asociado a un comportamiento violento.
Sí, y es muy peligroso, si yo tengo unos genes de riesgo físico o psíquico, nadie me va a contratar. Además, son teorías que años después se desmontan, como vimos con la de los cromosomas XYY de los asesinos.
¿Cuál es el problema de la medicina?
Ha avanzado mucho en técnica, sobre todo diagnóstica. El poder de la imagen es extraordinario, pero la relación médico-paciente no puede ser sustituida por una robotización. Y hay algo que puede ser nefasto.
Cuénteme.
Caminamos hacia una medicina por protocolos y hacia una sociedad de enfermos, porque lo que antes era normal –ahora siguiendo el esquema de salud que auspició la OMS–, ha pasado a ser enfermedad. Según ese esquema, nadie está sano: un adolescente por ser adolescente, una persona mayor, por ser mayor; algo absurdo.

Es decir, lo estamos medicalizando todo. Si no estamos enfermos, estamos en riesgo de estarlo, con lo cual hay que tratar ese riesgo, sea el colesterol, el azúcar, la tensión, el sol, o lo que sea. Vivimos en un mundo en el que parece que sea casi milagroso que vivamos, ¿y eso qué lo favorece?
El negocio.
Evidentemente, hay un peso de las farmacéuticas, pero también la medicina está dirigida por las grandes empresas diagnósticas, de imagen, de análisis, que son necesarias, pero hay asociado a ese carácter técnico una obsesión por cuantificarlo todo.
¿A qué se refiere?
No es que un niño tenga un carácter u otro, hay que hacer test. Si te encuentras en plena forma, no importa, hay que medir el colesterol, y si está por debajo de una cifra –que cada vez ponen más baja–, hay que tomar un medicamento de por vida.
¿Qué ocurre con la investigación?
Antes los científicos buscaban conocer, ¿pero qué es hoy en día un científico?... Un profesional de la ciencia, lo que significa vivir de eso, es decir, publicar o patentar, ser un productor, no un buscador.
No apartarte del camino.
No se premia la originalidad, los proyectos son memorias finales, pero sin los resultados. Para que un proyecto se financie tiene que ser realizable, pero eso no es ciencia.
La ciencia es partir de una incógnita.
Sí. Hemos pasado de la investigación revolucionaria, como fue la de Einstein, que buscaba el conocimiento por el conocimiento –y precisamente por no buscar nada a veces encontraban grandes cosas–, a una investigación de tipo incremental, es decir, paso a paso, publicación tras publicación.
¿Ahora hay menos sabiduría?
Sabe más un científico actual de lo que sabía Aristóteles, pero no es más sabio.
¿Qué ha aprendido humanamente en el ejercicio de su profesión?
He visto que cada vez la gente importa menos, con la apariencia de que importamos. Vivimos un higienismo estúpido, ahora los fumadores son como leprosos a la vez que coexisten con el botellón, que está destruyendo y enajenando a la juventud, de manera que es cómoda para este sistema básicamente mercantil. Esencialmente, he visto el desprecio a la persona, al ser humano.
* Entrevista realizada en la Biblioteca del Campo Freudiano -BCFB- Y publicada en el periódico La Vanguardia. J. Peteiro vino a Barcelona invitado por la BCFB y la Universidad popular Jacques Lacan.

miércoles, marzo 16, 2011

Una manera diferente de tratar la clínica de lo mental*. 


Josep Moya (Barcelona)

00:55:31, por jalvarez

En primer lugar, quiero expresar mi agradecimiento a las doctoras Clara Bardón y Montserrat Puig, compiladoras del libro, por solicitarme mi intervención para la presentación de este magnífico texto, cuya lectura debería formar parte de las recomendaciones bibliográficas de los futuros psiquiatras y psicólogos clínicos, así como de todos aquellos profesionales del campo de la llamada salud mental.
Se trata de un texto serio, riguroso y muy bien estructurado, que invita a la reflexión y al debate, ese elemento cada vez más ausente en los foros y encuentros de los profesionales “psi”.
No es posible, aparte de que ya lo han hecho las propias compiladoras, hacer una reseña de cada uno de los artículos, por tanto, he optado por señalar algunos puntos que me han parecido especialmente sugerentes.
El primer punto se refiere a lo desarrollado por el Sr. Jean-Pierre Klotz quien, en su texto “Clínica contemporánea de la autoridad”, plantea que en la actualidad asistimos a una eclosión de la autoridad de la ciencia, una autoridad que Jacques–Alain Miller ha denominado “bioteológica”. Se trata de una autoridad burocrática, que apunta a borrar toda subjetividad. Es una autoridad absoluta, que pretende imponer una sola verdad, la que se sostiene por la mal llamada “evidencia”, nefasto ejemplo de los efectos de una mala traducción –“prueba” sería el término adecuado– cuyo valor pretende equipararse a la verdad absoluta. Curiosamente, quienes se posicionan desde ese lugar saben perfectamente que las “verdades” en el campo de la ciencia son siempre provisionales, como la misma historia de ésta nos enseña; entonces, si se admite esta constatación, ¿cómo explicar ese pretendido carácter absoluto y universal?
Sin embargo, puede resultar útil un matiz, señalado por Humberto Eco: no se trataría tanto de ciencia como de tecnología. En efecto, el problema se enmarca más adecuadamente en las coordenadas de la tecnología, que supone el llevar a la práctica aquello que la ciencia va descubriendo y aportando. La distinción no es banal: los principios y las teorías científicos son diferentes de las aplicaciones –en ocasiones perversas– que se derivan de ellos.
Ahora bien, llegados a este punto conviene reflexionar sobre la particular estructura que presenta en la actualidad el mundo de la salud mental.
Se trata de una estructura que se define de la siguiente manera: En primer lugar, se admite la existencia de unos elementos denominados “trastornos mentales” desde el DSM III, publicado en 1980. Dominique Laurent, en su artículo “El fármaco desde la lógica de la técnica”, explica con mucha claridad y precisión que con el DSM se produjo un cambio de enfoque diagnóstico, a continuación de una época caracterizada por el impulso de una psiquiatría social y comunitaria, que tuvo como consecuencia una desmedicalización, tanto de los cuadros clínicos como de las intervenciones. Pero, cuidado, esta afirmación no debe ser interpretada en términos de una descalificación sistemática de los psicofármacos, cuyo valor y eficacia se demuestran día a día, sino en términos de una visión global y holística del sufrimiento mental, que no puede desligarse de las condiciones socio-familiares, económicas y culturales en las que se desarrolla.
El DSM III nació, como Dominique Laurent señala, después de una batalla tardíamente librada por las asociaciones de psicoanalistas norteamericanos, que intentaron sostener, en vano, la diferencia entre un manual de clasificación epidemiológica y un manual diagnóstico útil para el clínico. Los efectos fueron produciéndose progresivamente: paralelamente a la aparición de diferentes versiones de los manuales DSM y DSM IV (manual de uso, libro de casos, breviario, etc.) fueron desapareciendo de las librerías los manuales de psicopatología hasta el punto de que, para muchos estudiantes de las facultades de psicología y medicina, la psicopatología se redujo al estudio del glosario de términos de los DSM. Para establecer una comparación: es como si la semiología médica –el estudio de los signos y síntomas– dejara de enseñarse en las facultades de medicina.
Esta substitución posibilita graves errores diagnósticos, como el de etiquetar de fobia social un delirio persecutorio, o de anorexia mental un delirio de envenenamiento.
Pero hay otro problema, el DSM III substituyó el término de “enfermedad mental” por el de “trastorno mental” y el DSM IV señaló que “a pesar de que este manual proporciona una clasificación de los trastornos mentales debe admitirse que no existe una definición que especifique adecuadamente los límites del concepto de trastorno mental”. Esto significaba que se construía una sistema de clasificación pero no quedaba muy claro qué era lo que se clasificaba. Además, se tuvo la pretensión de hacer creer que se trabajaba con entidades naturales, como en el campo de la botánica o de la zoología; pero se trata de constructor teóricos elaborados por consenso de “expertos”. Es decir, sobre la existencia de síntomas y malestares se construyó el edificio de los trastornos mentales, sometidos a las más diversas presiones, como sucedió con la no consideración de la homosexualidad como hipotético trastorno mental, efecto de las presiones que ejercieron las comunidades de homosexuales de los Estados Unidos sobre los expertos redactores del DSM III.
Con el DSM IV, el diagnóstico determina una terapia estandarizada del síntoma o del síndrome. El hombre y la mujer del DSM IV son seres humanos a los que no se les reconoce su subjetividad. De ello dan fe la proliferación de rígidos protocolos y de pruebas “objetivas” que, a partir de la complicidad de los números asignados –por otros seres humanos– se pretende obtener diagnósticos rigurosos. Con ello se hace tábula rasa de la clínica psiquiátrica clásica y de las aportaciones del psicoanálisis.
Se constituye así un nuevo paradigma basado en la eliminación de la subjetividad y en una definición arbitraria de lo normal y lo patológico. No ha de sorprender, en este contexto, que la campana de Gauss de los individuos diagnosticados de trastornos mentales sea cada más aplanada, es decir, cada vez más sujetos trastornados.
En este nuevo paradigma desaparece la transferencia o, mejor dicho, su consideración por parte del profesional. Pero, además, se libera al clínico de la angustia que genera el encuentro con el paciente. Finalmente, se constituye una dinámica cuyo ideal es la localización sistemática del correlato neurorradiológico del trastorno mental.
Todo ha de cuadrar, el cuadro clínico, la neuroimagen, las pruebas objetivas, el tratamiento estandarizado y, finalmente, el resultado terapéutico. Y si la cosa falla es porque el sujeto-paciente es “resistente”.
Pero el libro que se presenta, aporta una manera diferente de tratar la clínica de lo mental. Se trata de una clínica que rescata todo aquello que la gran psiquiatría clásica, fundamentada en las aportaciones del método fenomenológico y del existencialismo, aportó en su día, una clínica que escuchaba el decir del paciente, su sufrimiento, su queja.
Pero también se trata de lo que la clínica psicoanalítica viene aportando desde su nacimiento con Freud. Los artículos de Pierre-Gilles Guéguen (“Principios del poder del psicoanálisis frente al suicidio”), de José Ramón Ubieto (“Los golpes de la vida. Tentativas suicidas en un caso de melancolía”) o de Francesc Vilà (“Un payaso con el cuerpo roto. Sobre el humor de matarse en la juventud”), por citar algunos de los excelentes artículos, nos presentan una clínica basada en la escucha de la palabra del sujeto, de sus avatares, de sus aventuras y desventuras, de sus malestares, de sus fracasos y de sus éxitos. Una clínica, en suma, que rescata lo específicamente humano y lo reivindica como su objeto de atención.

* Intervención del autor en el acto de presentación del “Suicidio, medicamentos y orden público” (Gredos-ELP, 2010) en el Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya, lunes 24 de enero de 2011.